SOBRE LA ERUDICIÓN


Leyendo un artículo de zoología, me he topado con una especie curiosa de escorpión.
Digo curiosa porque está completamente ciego. Los arácnidos, como los insectos, tienen varios ojos y de varias clases. Unos son simples (se les denomina “ocelos” y constituyen un órgano único) y otros son compuestos (como una reunión de decenas o cientos de ocelos). El hecho de que este escorpión sea ciego, no es una anomalía sino el fruto de una selección natural. La mayoría de los escorpiones tienen hábitos nocturnos y pasan el día escondidos bajo rocas o en sus madrigueras; el modo de detectar a sus presas no es, por tanto, mediante la vista, sino gracias a la fina sensibilidad de unos pelillos llamados tricobotrios que poseen en las patas y en los pedipalpos (las pinzas) y también a unos órganos ventrales en forma de peine: con estos órganos detectan pequeñas vibraciones cerca de ellos en aire y en el suelo respectivamente. No es de extrañar que algunas especies hayan perdido completamente la visión. Así actúa la selección natural, el motor de la evolución biológica: eliminando órganos inservibles y potenciando el desarrollo y la mejora de aquellos que suponen una ventaja para el individuo y, por ende, para la especie.
     Sin embargo la evolución cultural, esa que nos hace humanos y que tan radicalmente nos diferencia del resto de animales, tiene otro modus operandi. Si el almacén de la evolución biológica es el genoma, el conjunto de genes guardados en los cromosomas, el de la evolución cultural es más difuso y se encuentra en la memoria, en las pinturas rupestres, en los relieves cuneiformes de la antigua Mesopotamia, en los jeroglíficos egipcios, en las bibliotecas, hemerotecas, videotecas, archivos, discos duros, CDs, DVDs, pen-drives… La evolución cultural es como un anciano con síndrome de Diógenes que, a diferencia de la evolución biológica, no prescinde de lo inservible, sino que lo almacena, lo atesora sin plantearse su utilidad. Y ahí está la raíz de la esencia humana: ya éramos Homo, pero nos convertimos en sapiens cuando inventamos la tradición oral, cuando empezamos a pintarrajear las paredes de nuestras cavernas, cuando creímos que podía existir un más allá…



    El escorpión ciego, una especie endémica de las cuevas del Pirineo catalán, se llama Belisarius xambeui. Su descubridor fue un zoólogo francés del siglo XIX, Eugène Simon. Trabajó algún tiempo en nuestro país, ayudando a clasificar y conservar las colecciones de arácnidos, de los que era un gran conocedor, en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Bautizó a esta especie con el nombre de Belisarius en alusión al famoso general bizantino, el conde Belisario, que en tiempos del emperador Justiniano se distinguió por sus conquistas y reconquistas del Imperio Romano de Occidente. Belisario fue un grandísimo militar, un estratega que nada tenía que envidiar al mismo Julio César o, incluso, a Alejandro Magno: reconquistó las regiones del norte de África, las islas del Mediterráneo, la península itálica… Sus hazañas las recogió en una novela el escritor francés Jean-François Marmontel en el siglo XVIII; también fijaron su atención en este personaje, entre otros, Robert Graves, que escribió "El Conde Belisario", y Gaetano Donizetti, que le dedicó su ópera "Belisario"
    
    En todas estas obras se recoge una leyenda que según los historiadores modernos es falsa, pero que durante la Edad Media tuvo gran popularidad: se cuenta que Belisario, caído en desgracia por haber participado en una conjura contra el emperador Justiniano, es condenado por éste a ser cegado y a vivir de la mendicidad. Un Belisario mendigo, anciano y ciego, paradigma del destino azaroso, puede verse en el magnífico cuadro de Jacques-Louis David "Date obolum Belisario" ("Dad una limosna a Belisario"), que está en el Museo de Bellas Artes de L'Ille, Francia.



    Eugène Simon (1848-1924), debía conocer la novela de Marmontel, el cuadro de David y la leyenda del Belisario ciego. Podía haber bautizado a la nueva especie de escorpión con su propio nombre, como hacen tantos biólogos, o con el nombre de algún colega, en señal de agradecimiento… Pero prefirió rendir un homenaje a la cultura, a la historia. El bautizar a su especie con el nombre del general bizantino es pues, no sólo el ejercicio de su profesión como zoólogo y taxónomo sino además, y ante todo, un acto de erudición.

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