MARY ANNING, MADRE DE LA PALEONTOLOGÍA

 


Las calzadas romanas, a decir de los entendidos, eran prodigios de ingeniería. Sobre un lecho convenientemente preparado, se colocaban las grandes losas que constituían el cuerpo principal del camino. Después se rellenaba con cantos menores y, por último, con grava hasta conseguir una superficie transitable, suficientemente firme y practicable. Me sirve esta pequeña introducción para hacer un símil con los caminos ("long and winding") de la Historia de las Ciencias Naturales. Hombres de enorme peso específico son como las losas principales: Humboldt, Darwin, Cuvier, Lamarck, Buffon, Wallace, Mendel... Cada uno de ellos, a veces desde posiciones encontradas, ocupa un lugar de privilegio en la conquista del conocimiento y del descubrimiento de la naturaleza. Las aportaciones de otros hombres es más modesta: son guijarros de relleno personalidades como Celestino Mutis, Charles Lyell o Ernst Haeckel...

Nótese que las grandes losas y los cantos menores mencionados son siempre hombres: ninguna mujer, al menos hasta el siglo XX, encontramos en el lecho fundamental del camino (la discriminación y el rol tradicional femenino -si es que existió algo llamado así- de la mujer en la cultura occidental tienen la culpa, lo sé: pero los tiempos están cambiando y las mujeres, afortunadamente, están recuperando el tiempo y el espacio perdido, si no conquistando nuevos e interesantísimos territorios).


Este artículo pretende ser un homenaje a una de las pioneras en el ámbito de las Ciencias de la Naturaleza. Su nombre era apenas conocido hasta hace unos años, su historia no interesaba sino a unos cuantos curiosos, la huella de su estela se esfuma en un trabalenguas ("she sells sea-shells on the sea shore")... Un pequeño chinarro en la grava del camino. Pero, qué duda cabe, piedrecillas como ésta dan la estabilidad necesaria a las mayores.

 Mary Anning, nacida con el siglo XIX en una localidad costera del sur de Inglaterra, tiene el privilegio (no reconocido) de ser la madre de la moderna paleontología. Como en una historia de superhéroes, se cuenta que su perspicacia y su agudísima inteligencia le fueron inculcadas por un rayo que le cayó cuando tenía poco más de un año y que mató a su niñera. Toda la buena suerte que el destino le tenía reservada debió agotarse con este hecho porque lo cierto es que la vida de Miss Anning fue dura y difícil. Nacida en el seno de una familia humilde, Mary fue una mujer autodidacta, y este es uno de los aspectos más extraordinarios de su biografía: sin más formación académica que algunos libros de geología, sin maestros relevantes, sin contacto con los ambientes universitarios que marcaban las pautas de la ortodoxia científica, recolectó fósiles, descubrió especies extintas (entre sus mayores logros se cuenta el haber reconstruído con exquisita habilidad y pericia los primeros ejemplares conocidos de ictiosarurio y el descubrir para la ciencia al plesiosaurio). Pudo combinar, y en esto sí que tuvo suerte, la afición con el oficio: los fósiles que recolectaba se vendían muy bien como "rarezas naturales" a los coleccionistas que a ella acudían...
Pero al fin y al cabo, para la sociedad victoriana, instalada en el más férreo clasismo, Mary Anning nunca dejó de ser una nota pintoresca, una anécdota curiosa. Sólo al final de su vida su gran fama -que no sus méritos, como hubiese sido de justicia- le valieron una pensión para acabar dignamente sus días.
Desde detrás del lienzo, los ojos curiosos de Mary Anning nos llaman: con el dedo índice de su mano izquierda nos invita a desentrañar los secretos de la naturaleza (materializados en forma de gran ammonita); el piolet y la cesta de su brazo derecho significan el trabajo, la constancia y el tesón. Sólo le faltó un sexo distinto para alcanzar la cumbre.

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